Dos hombres fueron condenados a pagar sendas multas de 180 euros por liarse a golpes tras discutir por un cartón de leche en el banco de alimentos.
Reconozco que tengo los mismos conocimientos de Derecho que de Física cuántica, o sea, ninguno, pero no por ello, o sí precisamente por ello, dejan de sorprenderme sentencias judiciales y muy especialmente aquellas que pretenden hacer justicia aplicando una pena económica al reo y en el caso del titular de hoy, el aforismo "dura lex, sed lex" no parece ser de aplicación.
Respecto a las sanciones que afectan al bolsillo, en general, podemos afirmar que a muchos de los sentenciados cuando se las notifican les entra la risa floja, me explico: si tus ingresos anuales sobrepasan los 100.000 euros (que hay muchos más de los que parecen), el hecho de que una sentencia te obligue a pagar 180 euros te obliga a taparte la boca por pudor para que no se te vea reír. Sensu contrario, si eres un pobre marginado como los del caso de hoy, que no tienes en donde caerte muerto y todo tu ajuar se compone básicamente de una manta y un cartón de vino peleón, te da igual que te intenten obligar a pagar 180 euros que tres millones de dólares; en este caso -perdóneseme la expresión- te tiran del pijo la policía, el juez y el palacio de justicia con sus bedeles incluidos.
Hace ya algún tiempo he tenido que asistir, en calidad de testigo de cargo, a un juicio en el que al acusado le sentenciaron a pagar 1.000 euros por haberle propinado un puñetazo al demandante. Al finalizar la vista, como quiera que el acusado era un reconocido empresario que tenía dinero para aburrir, delante de mí y en presencia de la jueza que todavía no se había retirado, comentó en voz alta: si supiera que me iba a costar solamente 1.000 euros, pagaba otros 1.000 y le endiñaba otro puñetazo; la jueza, no sé si por bisoñez o por no liarla más, hizo oídos sordos y mutis por el foro.
La conclusión viene a ser que las sentencias en clave económica en numerosos casos son, paradójicamente, injustas.
En Granada tenemos a un juez de menores, Emilio Calatayud, que es conocido y reconocido por sus sentencias atípicas en cuanto a la singularidad de las penas, claramente ejemplarizantes, reinsertadoras y ponderadas con el delito cometido, que contrastan con la inutilidad de muchas de las monetarias o, incluso, carcelarias que se prodigan diariamente en las salas de nuestro país.
Y todo este potaje judicial rescata de mi memoria un relato que escuché hace años sobre una sentencia en una localidad fronteriza de nuestra vecina Portugal la que, por pretender eludir el aspecto económico, no fue demasiado afortunada en la resolución, en este caso un tanto imaginativa.
Se trataba de un juicio contra un gallego, dueño de un burro que de una coz habría hecho abortar a una bella joven portuguesa. El jurado dictó sentencia en el sentido de que el acusado -el amo del burro- debería de intentar, cuantas veces fuese necesario hasta conseguirlo, volver a dejar a la víctima en el mismo estado de gestación en que se encontraba en el momento del hecho causante del delito, ante lo cual, el marido de la perjudicada, visiblemente contrariado, se dirigió al juez rogando: " ¿é máis nao haverá outro artigo que foda máis o galego? "
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